Una araña azul y un trío con dos hermanas japonesas

Publicado: Martes, 26 Noviembre 2013 12:19
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-¿Seguro que sabe manejarlo?
Primero había estado en el departamento de español de esa Universidad. Había convencido a un tipo que chapurreaba español para que me acompañara como intérprete al departamento de ciencias, donde sabía que tenían un microscopio electrónico de última generación.
Estaba en Tokio, era 1997, y yo estaba flipado por hacer arte con radiografías y microscopios.
Saqué de mi mochila dos fotografías de microscopio electrónico. Sólo había manejado uno y una sola vez, en la Universidad de Valladolid.
El jefe del departamento miró las fotografías, sonrió y me hizo una reverencia:
-Adelante.
 
Me pusieron una bata, unos patucos y un gorro de papel. Una japonesa muy callada me acompañó hasta la sala donde estaba el microscopio. Parecía la NASA de 1968. Me invitó a sentarme en la silla. Miré los mandos: enfoque, unidades de bombardeo, giroscopio y aumento. La cámara que tenían acoplada al microscopio era una Hasselblad de 6x6.
En esencia un microscopio electrónico es una cámara gigante. En vez de funcionar con luz funciona con bombardeo de electrones. Pueden llegar a un millón de aumentos. Es tal su potencia que siempre se instalan en sótanos, para evitar las vibraciones de los edificios debidas al viento. El primer paso es cubrir de oro el objeto que quieres observar. Coges la araña, la metes en una cajita y la cubre con unas micras de oro. Luego la metes en el microscopio electrónico. Los electrones rebotan en el oro y tu obtienes la imagen. Un sónar, vamos.
Saqué mis carretes Velvia 50. La joven japonesa dijo que no me servirían:
-Los microscopios electrónicos no obtienen color.
-Pero los cristales de los Velvia son más nítidos que los de los carretes de blanco y negro.
Abrí el portacarretes de la Hasselblad y cargué la película.
 
Y me puse a tirar.
Salí de allí sin saber que una película Velvia 50 se excita en estos tonos azul cobalto tan chulos. Sólo lo supe al regresar a España y revelar los carretes (así eran las cosas en la era previa a la fotografía digital: disparabas a ciegas y veías las fotos un mes después).
Salí satisfecho. Más que por las fotos (que estaba seguro de que molaban), por haberlo conseguido. Hay que echarle cara: te presentas en una universidad de Tokio, pides que te dejen manejar un bicho que vale 17 millones de dólares y consigues que te digan que sí. Y punto.
 
Al regresar al centro de Tokio (lo del centro de Tokio es un concepto relativo) me encontré con una escalera muy chula para fotografiar. Estaba tan eufórico por lo que acababa de conseguir que monté el trípode y me puse tranquilamente a disparar.
Después de veinte minutos una chica se detuvo a mi lado.
-Disculpa, ¿qué estás haciendo?
Señalé a unos cincuenta metros de distancia:
-Fotografío aquella escalera.
La chica miró el edificio, me miró a mí y volvió la vista al edificio:
-¿Por qué?
En Japón muy poca gente habla inglés. Yo diría que uno de cada diez.
-Es para hacer una composición. Mi idea es recortar la escalera y luego duplicar la misma foto, doblada a izquierda y derecha, hasta conseguir un panel.
La chica se quitó la mochila. Tendría veinticinco años. Yo veintinueve.
 
-¿De dónde eres?
-De España.
-¿Puedo invitarte a un té?
Estuvimos hablando una media hora en una cafetería con mucha luz natural y un techo bajo. Eso recuerdo. Era una conversación absurda entre un español y una japonesa, en mal inglés. Tras uno de aquellos largos silencios la tipa me lo soltó a bocajarro:
-Te invito a mi casa.
Yo siempre he viajado solo. Me gusta estar solo. Marcar mi tiempo. Si tengo que quedarme cinco horas esperando a que la luz de una escalera me mole, me quedo allí las cinco horas. Tan feliz: aguanto más que un martillo al sol.
No contesté. No entendía una invitación tan directa. Hice como que no entendía.
-Vamos, -dijo-. Mi hermana es una gran cocinera. Ella cocinará para nosotros…
 
Aquel fue un gran día. Había conseguido fotografiar con uno de los microscopios más potentes del mundo, aunque apenas tuve que utilizar cien aumentos para fotografiar a la araña. Es decir, un 0,001% de la verdadera potencia de aquel aparato. A los cinco mil aumentos podías ver los seres microscópicos que viven en los pelos de sus ojos; a los doscientos mil, las células de sus ojos compuestos. Y por la tarde una joven tokiota me invitaba a cenar en su casa…
Soy muy rajao para esas cosas. La chica se quedó bastante cortada. En Japón la cortesía es una religión.
 
Años más tarde se lo estaba contando a un amigo:
-Joe, tío, qué cojones tienes.
-Ya… -dije con la pesadumbre del que lleva diez años dándole vueltas a una oportunidad perdida.
-Un trío con dos japonesas.
-Bueno, tampoco te pases…
-Y hermanas…
Me quedé pensando:
-¿Eso mola más?
Nos miramos unos segundos… Sonreí:
-Sí, joder, mola más.
Mi amigo dio un trago a su cerveza. Cerró los ojos al sol. Dio otro trago y sonrió:
-Hiciste bien -se metió en la boca unos cacahuetes-. Lo mismo que un trío con dos hermanas japonesas podrías haber acabado descuartizado en un contenedor…

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