Quince páginas de Bang Bang, Wilco Wallace

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PRIMERA PARTE: DIEZ DE LOS GRANDES

1

La primera vez que vi a la rubia yacía desnuda sobre una alfombra roja, con la mejilla hundida en un charco de vómito y la cabellera desparramada como si acabaran de estallar contra el suelo una botella de champán.

Nunca me había enamorado de un cadáver.

—Yo nunca he estado aquí, Wilco.

Le miré como si acabara de saldar mi deuda. Lo malo no es deberle la vida a alguien; la verdadera desgracia es que te la salve el tipo equivocado, un tarado como Milton Avery, un muchacho que nunca debió salir de los pantanos de Josh y que, podía jurarlo, no iba a cumplir los treinta y tres años. Me acuclillé junto a la rubia y apoyé la oreja en su pecho. Estaba fría. Su corazón parecía latir unas veces sí y otras no.

—¿Quién es? -pregunté.

Milton le pegó un trago a la cerveza y la balanceó entre las pantorrillas. Los faldones de la camisa le colgaban sobre los calzones. Los calcetines bajos; las canillas pálidas. Estaba sentado en un taburete de goma, acodado en los muslos, con el pelo revuelto como si acabara de cerrar la ventanilla de un tren. Se palpó el arañazo de la mejilla.

—Una puta yonqui.

Me sequé la frente. Ni siquiera a las dos de la mañana corre aire fresco en Folsom Creek.

—Qué ha tomado.

Speedball—Milton se ladeó el pene—, o como llamen a esa mierda de cocaína con heroína.

Eso era Milton Avery: una bocaza, un hígado exhausto y una polla. Pero soy un tipo de palabra; en especial cuando se trata de demostrárselo a quienes no la tienen.

—¿Hay agua caliente? —Milton se encogió de hombros y apuró la cerveza. Equilibró cuidadosamente la botella vacía en la alfombra. Se encendió con pachorra un cigarrillo—. Levanta el culo ¾dije¾ y ve a llenar esa bañera.

Milton equilibró el cigarrillo en el canto de una mesita donde había dos fotografías enmarcadas de la rubia. Milton entró en el baño y oí correr el agua. Tras el humo del cigarrillo, una niña rubia sonreía en la playa bajo el brazo de un hombre mayor que me recordó a alguien. La segunda fotografía de la rubia estaba recortada de la portada de una revista. Milton salió del baño, recogió el cigarrillo, abrió la nevera, no encontró lo que buscaba y la volvió a cerrar. Levanté a la rubia por las axilas.

—Ayúdame.

La habitación apestaba a vómito y a vino de cuarto de dólar, pero su pecho desprendía una fragancia dulce a flor de cactus, como si se hubiera criado en el regazo del desierto, a la sombra de los sahuaros. Muerta o no, era una preciosidad. La dejamos caer en la bañera. Milton pareció tomar conciencia del problema.

—¿Está muerta?

Pasé los dedos bajo el chorro y abrí dos vueltas más el grifo del agua caliente. Milton se miró en el espejo, se restregó una barba de dos días y salió del baño sin hacer ruido. Le abrí un párpado a la rubia y me deslumbró un iris azul cielo sobre un globo rojo: un iceberg flotando en sangre de foca. Chirriaron unos neumáticos. Salí corriendo del baño y vi pasar frente a la puerta abierta la furgoneta de Milton; salí al porche: aceleró a todo gas calle abajo, se encendieron las luces de freno, dobló la curva y desapareció —Bang bang, Milton Avery—. Hasta las hienas respetan ciertas reglas. Miré a ambos lados de la calle: no había un alma entre las ringleras de casas abandonadas de Folsom Creek; cerré la puerta. Sentí el mismo alivio que si acabara de liquidar una hipoteca.

 

Regresé al baño. El agua le cubría las ingles. Humeaba. Ni un pelo en el cuerpo. Limpia y tersa como un maniquí de cera blanca. Le pincé la nariz y le insuflé en la boca tres bocanadas de aire. Lo repetí seis veces. Le froté los brazos y el vientre con agua caliente. Algo parecido a una sirena dejó de sonar. Regresé al salón y atisbé por los visillos. Dos coches patrulla aparcaban sobre la acera.

—Mierda.

Le debía algo tan caro como mi propia vida, pero el traidor de Milton Avery acababa de firmar su sentencia de muerte. Entré en el baño; la rubia tenía los ojos abiertos, pero sin vida; como si alguien hubiera entrado, se los hubiera abierto y se hubiera vuelto a marchar. Limpié con la toalla el borde de la bañera, el grifo y el pomo de la puerta. Cogí la foto enmarcada de la rubia y salí pitando por la puerta de atrás. Salvé de un salto una cerca de madera y corrí callejón abajo entre dos setos altos y frondosos que desprendían un olor a enebro nuevo. Un perro grande empezó a ladrar. Me dieron el alto, pero todavía estaban dentro de la casa. Crucé un parterre de hierba alta y húmeda y salí a un cruce: en la esquina contraria, tras un parking vacío y un sencillo jardín, había una cafetería abierta bajo el neón parpadeante de un cocodrilo. Crucé la calle en diagonal. Ni un alma en la cafetería. Abrí la puerta. La camarera mascaba chicle bajo el neón verde y rojo de un cocodrilo con gafas de sol que bebía un batido; hojeaba una revista de tatuajes junto a la caja registradora.

Nunca me había enamorado dos veces en la misma noche.

Me remangué los brazos, me senté en el taburete giratorio, metí la mano en la barra y cogí un plato sucio de café con restos de bizcocho; acerqué el cenicero donde se extinguía el cigarrillo de la camarera y planché un billete de cincuenta sobre la barra. Dejó de mascar.

—Me llamo Wilco. Puedes quedarte con el cambio.

Me miró como si adivinara mi vida. Movió los ojos como si fuera algo llamara su atención: un barullo de polis pasó a la carrera frente al local. Los siguió con la mirada de derecha a izquierda. Torció el labio. Sus ojos volvieron de izquierda a derecha. Tragué aire. Chirrió la puerta.

—Y ya te digo, Mary Jo —dije—, el jefe no va a dejarte marchar así como así, si puedes apriétale, eres tú quien deberías estar insatisfecha, no él que lleva toda esta…

—Buenas noches, agente.

Giré media vuelta el taburete. Era un poli grande, de pecho ancho y cuadrado como una caja de caudales. La camarera cogió el billete de cincuenta. Le pegué la última calada al cigarrillo y lo aplasté en el cenicero. Empujé el plato del café. El poli se acodó en la barra y me miró un buen rato en silencio. Sudaba como un fogonero. Los botones del pecho tensos a punto de reventar.

—¿Cómo se llama?

La camarera me devolvió el cambio.

—A la tarta invito yo, Wilco.

No hay nadie en Folsom Creek que haga buenas migas con la policía.

—Wilco Wallace —recogí el cambio.

—¿Dónde vive?

—En Hosanna. ¿Ocurre algo, agente?

—Vaya —se levantó la visera con el pulgar; una marca roja le cruzaba la frente de este a oeste—, eso está lejos, amigo —se secó la frente—. ¿Qué hace por el barrio?

—Te cojo otro, Mary Jo —la chica abrió una sonrisa como si flirteara; dejó el paquete sobre la barra—. Me crié en Folsom Creek —encendí el cigarrillo—. Vengo a visitar a los amigos. ¿Ha pasado algo?

El poli miró a la camarera de reojo y deslizó la palma de la mano por la barra. Cuando topó con el servilletero, tamborileó la formica con los dedos, grandes y recios como herramientas. Miró las migas de mi plato como si las contara.

—¿Han visto pasar a alguien?

—No -dijo la camarera-. ¿A quién buscan?

Reparó en el bajo de mis pantalones. Dio un paso atrás.

—¿Y eso?

Me miré los zapatos.

—Ah… —dio otro paso atrás. Se llevó la mano a la cintura—. He estado arreglando el riego de Mary Jo —señalé la puerta con el pulgar—. Uno de los aspersores estaba atascado.

Se acercó hasta la puerta y miró fuera. Miró mis pantalones y después el césped húmedo. Volvió a hacerlo. Se mordió el labio y perdió la mirada en el final de la calle como si sopesara dónde seguir buscando. Se caló la gorra.

—Si ven algo sospechoso, comuníquense con la policía de Jackson.

Salió, dio tres pasos mirándonos de reojo y echó a correr avenida abajo. Resoplé. La chica se secó las manos con un trapo rojo.

—Gracias —empujé el cambio de los cincuenta pavos—. Mary…

—Ann Mary —juntó el índice y el pulgar sin llegar a tocarlos—. Te faltó esto para acertar. No hace falta que me des nada —empujó el cambio—. Sólo espero que no hayas matado a nadie.

—Al menos déjame invitarte a un trago…

Se calzó el trapo al hombro y se apoyó en la barra con los brazos abiertos. Ladeó la cabeza y me miró a los ojos como si comprobara la calidad de la promesa. Abrí mi sonrisa de follo como dios. Era una chica estupenda. Bordeó la barra y se dirigió a la puerta: la falda estrecha de seda babosa, por la rodilla, con flecos largos y divertidos hasta el tobillo; mocasines hopis, con abalorios y plumas… La cadera en un blando bamboleo de cestón de calamares.

Dio la vuelta al cartel de cerrado.

2

Me fumé un cigarrillo mientras observaba el otro lado de la calle. Sobre la acera de la estación de bomberos había aparcadas dos harleys amarillas, y encaramado al tejado un hombre con una gorra roja retejaba a martillo. El cielo estaba azul reventón, pero por el norte amenazaban grandes cúmulos gomosos. Era veintinueve de agosto.

El bar de Moe remataba la esquina de la calle Emerald con Sandorz, junto a la estación de bomberos de Bauer, el barrio más miserable de Jackson si exceptuamos Folsom Creek. Bauer, el muelle sur de Jackson, fue un barrio de estibadores hasta que construyeron el gran puerto de Obald. La mayor parte de los barcos de carga que entran o salen del delta usan hoy esos muelles, así que Bauer agonizó como un pantalán para barcos desvencijados o arruinados. Hoy el puerto de Obald es una ciudad y Bauer una ruina. Cuando escasearon los atraques, se hundieron los precios de las casas y fue tomada por los negros. El barrio gris que apestaba a whisky y a petróleo se transformó de un día para otro en un barrio divertido y peligroso como bailar sobre una balacera.

Entré en el bar, me quité el sombrero y me abaniqué la cara. El bar de Moe tiene dos ventiladores en el techo, pero nunca los he visto girar. Olía a pajaritos fritos y a patatas cocidas. En la barra, junto a la puerta, había dos jóvenes negros con trajes baratos. Uno le hacía al otro cuentas en una servilleta. Parecía explicarle por qué debía pedir más pasta por un trabajo. Me senté al otro extremo de la barra, frente a una torre inclinada de cajas vacías de cerveza. Moe me siguió con la mirada, sacó whisky del mostrador y me sirvió un trago:

—Una mala noche…

Le pegué un sorbo y me encendí un cigarrillo. Creí reconocer la voz:

—¿Es Johnny Cash?

Moe miró la gramola y asintió. Deslicé sobre la barra un billete de veinte con la foto de la rubia debajo. Moe se acodó de lado, miró de reojo a los negros e interpuso la botella de whisky entre ellos y el billete. Levantó los veinte pavos y se pinzó la nariz. Puso los veinte pavos sobre la foto y lo empujó con la punta de los dedos.

—Invita la casa.

—Folsom Creek —dije.

Abrió ojos de ahorcado y me apuntó con el dedo bien recto. Los negros callaron. El que estaba de frente nos miró por encima del hombro del otro. Moe levantó una voz educada:

—¿Algo más, amigo?

Negaron con la cabeza y siguieron con su cháchara. Moe se sirvió un trago y se encendió un cigarrillo. No recordaba haberle visto fumar.

—Tratan de meterme en un lío.

—¿No es un trabajo? —Moe frunció las cejas. No dije nada. Clavó el índice sobre la foto; la yema formando noventa grados con el resto del dedo—. Aléjate de esto lo más rápido que sepas.

Me aflojé el nudo de la corbata.

—Alguien trata de joderme, Moe.

—Espero, por tu bien y por el mío, que no seas el tipo que anoche estaba en Folsom Creek. Si me aprecias, no me lo cuentes —uno de los negros levantó la mano con un billete pinzado entre los dedos. Una gruesa cadena de oro destellaba en su muñeca. El otro se subió los pantalones a la cintura y se encendió un cigarrillo, sujetando con el pie la puerta entreabierta, con el bombín echado sobre la frente. Moe le devolvió el cambio, salieron y la puerta se cerró tras ellos. Moe fue a servirme otro trago. Tapé el vaso con la mano—. Estás bien jodido, muchacho.

Puse otro de veinte sobre la barra.

—Es un trabajo —recogí la foto—. Dame algo, Moe —se lo pedí como si me lo debiera—. Algo que alguien más sepa y no te comprometa. Si no puedes, salgo por esa puerta y ya está.

Moe dio un sorbo al whisky y lo dejó en la barra como si temiera despertar a alguien. Johnny Cash dijo hola, soy Johnny Cash, y se escuchó el rugir del público sobre el acorde de una guitarra. Moe me miró como si no se atreviera a ayudarme. Me devolvió los cuarenta pavos. Todo el mundo parecía empeñado en devolverme el dinero como si tuviera cara de ir a necesitarlo.

—Esa rubia… ¾dijo Moe¾. Se llevó un montón de pasta que no es suya. Ve a Tallulah.

3

El hipódromo de Tallulah está al pie de la colina, media milla al norte de Jackson, entre Sarasota Bay y los pantanos de Colina Verde. Es un hipódromo viejo de gradas de madera, con una cuerda larga de milla y doscientas noventa yardas y una curva que discurre tan cerca del pantano que los cocodrilos saltan a los tobillos de los caballos. Conozco el Trauser de Malibú, el Gran Peralta de Albuquerque, La Joya, en Cristal City, Tejas, pero no hay otro hipódromo más emocionante ni peligroso que Tallulah. En primavera, cuando sube el nivel del pantano, la recta de meta es un barrizal que tras dos carreras deja la grada con un palmo de barro. En Tallulah los caballos corren más veloces que en cualquier otro hipódromo; los jockeys dicen que es porque los caballos aprietan el paso cuando huelen a los cocodrilos; que ellos mismos también lo hacen… Esa es la explicación legendaria. Lo cierto es que en Tallulah los caballos corren más rápido, sencillamente, porque la brisa sopla a favor de cuerda, y en la recta de meta la grada les resguarda del viento en contra.

El bar de Bennie es un casucho de madera donde se sirve whisky de Louissianna. El suelo está alfombrado de boletos y colillas de cigarrillos. Siempre que cruzo la puerta del Tallulah me pregunto cómo no ha ardido ya diez veces. Desde el bar de Bennie, en la planta alta, se accede a las gradas de tribuna, y si uno estira el cuello se atisba un pequeño rectángulo de la línea de meta. El pasillo hasta las gradas es un reguero de aficionados que van y vienen, bien rasgando boletos o besándolos como si fueran talismanes. Hace seis años pusieron una caseta de apuestas en la planta baja, junto a la puerta Chelsea, pero casi todas las apuestas de menudeo siguieron cruzándose en el bar de Bennie; las grandes se cruzan en el picadero, tres o cuatro tipos a los que en el argot se les conoce como pájaros. Bennie es una vieja pequeña, coja por un accidente de coche, y con malas pulgas si no se hacen las cosas como ella cree que deben hacerse; la he visto achantar a borrachos como armarios o plantarle cara a una recortada.

—Benditos los ojos, teniente Wallace.

Bennie me sirvió un whisky y esperó. Sonreí. Es significativo qué guarda la gente de nosotros en su memoria. Me lo eché de un trago. Bennie fue a rellenármelo, pero lo tapé con la mano.

—Wallace a secas, Bennie —dejé veinticinco centavos sobre la barra.

En los 50, el whisky corría por Tallulah como el agua y yo era uno de sus peces más ansiosos.

—Me alegro de verte —cerró la botella y me guiñó un ojo—. Estás más guapo —empujó el cuarto de dólar—. Invita la casa.

Un tipo me retorció el brazo en la espalda. Me revolví con el puño en alto.

—¡Dios nos bendiga!: ¡Wilco Wallace ha vuelto a las carreras! —Bart era medio irlandés medio indio. Le conocía desde chiquillo. Era un corredor de apuestas de tres al cuarto. Con lo que sacaba el fin de semana o en los torneos de Doverhill, mantenía su adicción a la cerveza negra. Creo que era el único corredor de Tallulah que no bebía whisky. Tenía la cara tersa y salpicada de pecas, y el pelo rubio y despeluzado—. Tienes un aspecto cojonudo, hermano Wallace —levantó el pulgar; Bennie metió medio cuerpo en la nevera y abrió una cerveza negra sobre el mostrador. Desenroscó el tapón del whisky y me miró a los ojos. Lo rechacé con la palma de la mano—. ¡Vamos! Ponle un buen trago a Wilco…

—Una es suficiente, Bart —dije. Bennie volvió a guiñarme un ojo y rellenó cuatro tragos a los tipos de al lado. Bart le pegó un buen trago a la cerveza, pero a mitad de botella se detuvo como si le avergonzara beber tan rápido delante de alguien que ya no bebe. Me palmeó el hombro:

—Me alegro mucho de verte, Wilco.

—Yo también —eché un vistazo al pasillo—. No veo a Del Río.

—¿Del Río? ¡Hermano, en qué mundo vives! Mario es ahora el rey del picadero. Es uno de los pájaros —apuró la cerveza de un segundo trago—. ¿Vas a apostar fuerte? —me apartó por el codo y me habló al pecho—. Puedo darte un golpe seguro en la quinta. Sunstreak; se paga 2 a 1, ganador. Te ganarás unos pavos. Ese caballo es dinamita.

—Sólo he venido a echar un vistazo —miré la hora—. Así que Mario tuvo un golpe de suerte…

—¿Golpe de suerte? —hizo un aspaviento—. No vas a reconocerlo.

—Me alegro de verte, Bart.

Bajé la escalera y salí al picadero. Crines al sol. Cuando vi al primer caballo se me encogió el estómago. No hay nada más emocionante en este mundo que pasear entre pura sangres. Un personaje de Sherwood Anderson aseguraba que sabía si un caballo iba a ganar una carrera si al mirarlo se atragantaba. Qué tío el Sherwood. Me remangué el pantalón y entré en el césped embarrado. Vi a Mario ayudando a ensillar un caballo negro de cuello largo, pero no le reconocí. Me esperaba al Mario de camisola sucia y los bolsillos de los pantalones abultados por libretas y manojos de billetes. Llevaba un traje azul marino con delgadas líneas rojas, y un sombrero tejano de paja, de verano, con una cinta azul y el borde forrado de marmolina.

—Don Mario…

Se volvió indeciso, como si no hubiera reconocido mi voz.

—¿Wilco? ¡Amigo mío! —me abrazó, dio un paso atrás y me miró de cuerpo entero—: ¡Joder, tienes un aspecto cojonudo, Wilco!

Llevaba una corbata amarilla, con el nudo ladeado, y unos gemelos de oro a juego con un alfiler de corbata con forma de fusta.

—Lo mismo digo, don.

Mario se dio cuenta de que miraba por encima de su hombro y apartó a dos negros para que pudiera acercarme al caballo. Brillaba como una playa húmeda. Era un caballo hermoso, de mirada tranquila pero combativa, y unas patas delanteras tensas como un manojo de cuerdas elásticas.

—Sunstreak —dijo Mario.

Era un animal de caja alta, muy bien entrenado, con el rictus y hechuras de un caballo ganador. Una belleza de quijada ancha y afilada en el hocico. Le acaricié bajo el belfo y levantó la cabeza con mucha dignidad, como si no aceptara que cualquiera le cogiera del bocado; me observó desde lo alto con ojos vivos y orgullosos.

—Nuevo Méjico —dije.

—Chist —Mario llamó la atención de los negros y se estiró el párpado con el índice—, aprended lo que es el olfato…

—¿Riverside?

Mario abrió los brazos como si sujetara dos bandejas.

—¿Has visto, Julio? —me pasó la mano por la espalda—. Oye, Wilco, ¿por qué no cuelgas la pipa y te vienes conmigo a comprar caballos? —se palmeó dos veces el corazón—. Este negro sabrá cuidarte.

Recorrí el otro flanco del caballo. Estaba unos kilos por debajo de su peso, pero tenía un cuarto trasero como la rueda de un tractor, y los tobillos robustos y brillantes como llaves inglesas. Anunciaron por megafonía la parrilla de la quinta:

En el quinto cajón, de la cuadra Riverside, Nuevo Méjico, Sunstreak, montado por Julio Fisher.

Tres caballos pasaron en fila india hacia los cajones. Reconocí a Caléxico, un caballo mejicano que ganó la copa Hardy 57 y 59. Estuve enamorado de él dos temporadas, un amor que me costó salud, lágrimas y mucho dinero. Caléxico parecía un caballo más maduro, pero seguía siendo elegante y hermoso. Mario ayudó al jockey a montar. Parecía un piojo encaramado a la bola ocho. Julio era un filipino de unos veinte años, de rostro serio y buenas costumbres en la silla, aunque llevaba los estribos bajos. El caballo pareció cómodo con su montura. Cuando oyó la sirena para ir a los cajones, Sunstreak cagó una bosta.

Me encantan los caballos que saben qué hay que hacer antes de salir a pista.

Julio lo guió hasta los cajones como si condujera un mustang acodado en la ventanilla.

—¿Qué tal arranca? —le pregunté; Julio miró de reojo a Mario como si pidiera permiso para contestar.

—Como un jodido tractor, señor, pero a la media milla se desboca como si cabalgara sin montura —le afirmó una trenza de la crin—. A veces ni sientes estar cabalgando.

Lo dejamos junto al cajón y Mario me invitó a acompañarle hasta la grada baja, donde ven las carreras los jueces y los propietarios de los caballos.

—¿De quién es?

Mario se paró en seco, me miró con ojos pícaros y abrió una sonrisa.

—Del Gordo de Chicago —pegué un silbido—. Nadie lo sabe. Lo compró hace tres semanas a los Crawford. Ha soltado diez de los grandes —nos sentamos veinte metros después de meta. Un acomodador nos sacudió los asientos con una palma y Mario le entregó medio dólar y los cubrebotas embarrados—. Así que de vuelta a las carreras, Wilco —se giró y miró con disgusto las gradas altas—. Tallulah ha cambiado mucho; no todo para mejor…

Sobé la tela de su traje entre el índice y el pulgar.

—Así que trabajas para el Gordo.

—¿Bromeas? —Mario se sacudió una brizna de heno seco de la solapa y apuntó los prismáticos hacia los cajones—. Ese caballo entra al cajón como si lo hubieran parido en uno —me tendió los prismáticos y se encendió un puro de anilla roja y dorada—. Sólo cuido de Sunstreak —me habló al oído con la mano sobre la boca—. Intermedié en la compra: en realidad el Gordo pagó once mil dólares —se dio tres palmaditas en el costado de la chaqueta—. Ahora sólo hay que cuidar de ese caballo dos carreras más, que todo vaya bien y que al Gordo no le dé por devolverlo.

—¿Devolver esa maravilla? —levanté los prismáticos—. Todavía no lo he visto correr y ya me parecen poco once mil pavos.

—El Gordo es un caprichoso. Ya sabes cómo las gasta. A veces tira el dinero como confeti… Pero le he visto pegar una paliza a un mozo por escamotearle una bala de heno para un mulo —se metió el puro en la boca y me miró fijamente a los ojos—. ¿Echabas de menos las carreras…?

Mario tenía las mejillas hinchadas como si llevara algodones embutidos en los carrillos. Puse cara de estreñido y me encendí un cigarro.

—Estoy buscando a alguien.

—No te acerques ni a las chicas ni a la botella, muchacho. Nunca te había visto mejor.

—Es por trabajo.

—Deja esa mierda de despacho. Ya tuviste bastante en el cuerpo —volvió a mirar por los prismáticos—. Atiende —me los cedió—: mira lo que hace con la cabeza—. Enfoqué los cajones: Sunstreak levantaba el hocico sobre la presa como si venteara la dirección del viento o buscara la sombra de los otros caballos. Sonó la campana y saltaron de los cajones. Mario manoseó nervioso la barandilla—: ¿Quién es la chica? —preguntó.

Cruzaron como un grupo compacto por línea de meta. Era una doble milla. Sunstreak pasó quinto, con las manos livianas como si hubiera salido de paseo.

—Una rubia muerta en Folsom Creek.

Mario apartó la mirada de la carrera. Le dio media vuelta al puro entre los dientes y arrugó la nariz. Seguí la trazada de izquierdas de Sunstreak. Cuando cumplieron tres cuartos de milla corría séptimo, a trote remolón. El jockey empezó a fustigarlo, pero el caballo no parecía con ganas de arrancarse.

—Esto está empezando a interesarme, Wilco. ¿Se puede saber quién te ha contratado?

—Sé que debe un dinero.

—¿Un dinero? —Mario volvió la vista a la carrera—. Maldita sea, Wallace, ¿un dinero? Robó lo suficiente como para comprar ese caballo —me puso la mano en la rodilla—. Wilco, te aprecio, eres como un hijo para mí. Hazme caso, sé listo: olvídate de esa chica y devuelve el adelanto que te hayan dado. Te saldrá barato —echó el pecho sobre la barandilla—. Ahí se arranca —se puso en pie y me pasó los prismáticos—. ¡Mira, mira cómo pega!

No era el mismo caballo. Las ancas traseras se movían como las bielas de un tren. Marcaba una zancada del diablo, cada vez más larga, más potente, decisiva, adelantando al resto como si se hubieran parado a ramonear la cuerda. Sunstreak tiraba de las riendas como si le urgiera arrancárselas y el jockey lo contenía con el cuerpo volado sobre el cuello, con las piernas completamente estiradas y las rodillas en equilibri,o como los indios que montan a pelo…

—Lleva los estribos bajos… —dije.

—Se lo he dicho, pero dice que se encuentra más cómodo así, de puntillas.

Estábamos los dos de pie, mirando juntos por los prismáticos. Seguí la trazada de la curva atento a los estribos y a las manos del caballo.

—Quien debe ir cómodo es el caballo. Ganaría veinte pulgadas de zancada…

—Julio dice que no —mirábamos mejilla con mejilla—, que lo ha probado y que a Sunstreak le gusta tirar de boca.

Me costaba creerlo, pero yo no había montado a esa furia ni maldita la gana que tenía de hacerlo. Salió de la curva de los cocodrilos como una exhalación, sólo Caléxico, ya a seis cuerpos de distancia, le seguía a duras penas. La grada se puso en pie cuando enfiló el tercer cuarto de curva hacia la recta de meta. Había gente que ya tiraba los tickets al suelo. Sunstreak salió de la curva como si cogiera impulso para saltar a la grada. Bajé los prismáticos.

—Refréscame la memoria.

Mario apoyó la barriga en la valla para verle entrar en meta.

—Ni siquiera sabes cómo robó el dinero, ¿eh? —me sonrió con ironía—. Dime quién te ha contratado. Me interesa mucho saber qué está pasando con esa chica.

Sunstreak cruzó la meta con cincuenta yardas de ventaja. El jockey no había vuelto a fustigarlo desde la segunda curva. Mario mordió el puro y abrió una sonrisa de oreja a oreja. Se puso de puntillas y saludó al jockey. Dio media vuelta y saludó con ambos pulgares en alto a un tipo al fondo de la grada. Volvió a preguntarme:

¾Quién coño te ha pagado y para qué…

Ni siquiera sabía el nombre de la rubia. Ni siquiera sabía si estaba muerta.

—Mario… Tengo que sacar el pie de un charco.

Torció el gesto. Sacudió la ceniza con la uña del meñique y se puso el sombrero. Me miró como si ya estuviera arrepentido de habérmelo contado.

—Para empezar la rubia no está muerta. Y la pasta, amigo —dijo con fatalidad—, se la debe al Gordo de Chicago. Antesdeayer estaban sentados aquí mismo, él y la rubia. Dios… Esa cara de ángel tiene las mejores tetas de América —chascó la lengua—. No sé muy bien por qué, pero el Gordo le dio mil pavos para que apostara por Quicktime, pero, Dios sabrá por qué demonios, esa chica apostó por Rowalto —se aferró las pecheras con ambas manos—. Maverick, Tony de Reno y yo somos los únicos que casamos apuestas de más de cien pavos, y no la cruzó con ninguno de nosotros —Mario calló. Dejó pasar a tres vaqueros muy sonrientes que enfilaron el pasillo a buen paso hacia la caja.

—Buena pasta, Mario.

—Guarde las ganancias para Santa Fe, señor Northon —Mario me cogió por el antebrazo y me apartó a un lado—. Esa rubia tenía un soplo y no sabemos quién le cruzó una apuesta de mil dólares, en diez a uno, nada menos. Al jockey de Quicktime le están retorciendo los pulgares. La rubia desapareció con la pasta. Estuvo de juerga por Dorham, y la policía la encontró en su apartamento de Folsom Creek, drogada hasta las cejas y metida en la bañera… —me miró de reojo y guardó silencio. Ni pestañeé—. El tipo que estaba con ella se largó con los diez mil del Gordo —se sacó el puro de la boca y se me acercó tanto al oído que sentí el temblor de su campanilla—: escapó por los pelos… —se humedeció los labios, mordió el puro y bajamos las escaleras hasta la pista. Sunstreak estaba tranquilo y fresco como si acabara de salir de la ducha, con la cabeza alta, las orejas de punta y una corona de laurel al cuello. Corría como un ciclón y posaba ante los fotógrafos como una jodida estrella de Hollywood. Mario le pegó una palmada en las ancas. Se secó el sudor en el faldón de la silla—. Ni con mil polvos de esa preciosidad va a darse el Gordo por pagado…

Mario me dejó un instante para estrechar la mano a Kirk McForbes, el irlandés propietario de Caléxico.

—¿Cuál es el problema? —Mario dio media vuelta para escucharme—. Quiero decir: ¿qué tiene que temer la rubia? —Mario arrugó la nariz—. Apostó los mil pavos por otro caballo. Le hizo ganar al Gordo diez mil pavos que luego le robaron. El Gordo hubiese perdido sus mil de todos modos…

Abrió la boca como si viera derretírseme la cara:

—¿En qué coño de mundo vives, Wilco? —se secó con el nudillo la saliva—. ¿Dejar de emborracharte te ha vuelto gilipollas? —perdió la mirada hacia el pantano—. Y yo no he dicho que se los robaran… Ese gordo hijo de puta le cortaría la mano a un crío al que pillara robándole un botón. Compadezco a cara de ángel, pero que dios ampare al tipo que se largó con su dinero después de follarse a su chica —abrió una sonrisa fresca como si acabara de acordarse de algo—. ¿Irás esta noche al combate?

4

Me encanta ver a un negro pegándole duro a un blanco.

Bilford Saratoga rindió la rodilla en la lona y desmayó la frente en el guante. Yo creo que rezaba. El árbitro contó como si se le estuviera enfriando la cena. En su rincón, Tool Morgan giraba el cuello sin dejar de bailar, fresco como el aliento de un ángel. Saratoga se puso en pie y se dolió del hígado. La izquierda de Morgan le había entrado llena como un cubo de grava. El árbitro abrió los párpados de Saratoga, le pegó un cachete en la mejilla y estiró los brazos para ofrecerle el centro del ring. Tool Morgan se golpeó los guantes como si calentara un motor, dio tres pasos de baile, amagó una derecha alta y se sacó de la cartuchera, otra vez, un rápido gancho de izquierda que demolió el hígado de Saratoga.

Las cuatro gradas se encogieron; hasta un ciego hubiera encogido la tripa.

Saratoga se quedó encorvado en un falso equilibrio; los codos cruzados, los guantes caídos, los pies desparejos, y una intensa sonrisa de dolor; el árbitro cruzó las manos sobre la cabeza para detener el segundo golpe, pero no llegó a tiempo: Tool Morgan le aplastó un directo en plena cara y Saratoga cayó de espaldas como un tablón de oro. Retumbó como un portazo. Estalló un clamor y una tormenta de flashes. 

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