Colapsos
Esta novela narra, en diversos escenarios y con diferentes protagonistas, los sucesos previos y posteriores a un colapso económico mundial originado por un escurridizo y fantástico visionario llamado Malcom la Sal.
Pícaros modernos, pornógrafos, un matrimonio que añora los concursos televisivos, un ecologista insomne o un mafioso que huye de la policía escondido en un ataúd son algunos de los personajes de los que se sirve Ángel Vallecillo para construir su novela más audaz. Cada capítulo supone una vuelta de tuerca a su trama, una imaginativa e infatigable huida hacia delante. El argumento de este colapso no es sino la situación que estamos viviendo en nuestro comienzo del siglo XXI. Humor y dolor hacen de Colapsos un libro controvertido:
un manifiesto desolador, pero al mismo tiempo un divertido y sarcástico alegato contra el conformismo global.
PREMIO MIGUEL DELIBES 2006
Género: Novela
Páginas: 224
Dimensiones: 220 x 150 mm
Encuadernación: Rústica
Isbn: 84-932586-8-7
A la venta en: Difácil
CUATRO CLASES
Diez horas antes del Colapso
—En cuanto al amor, hay cuatro clases de personas: los que nacieron para estar solos pero se empeñan en estar acompañados. Los que han nacido para estar solos y lo están. Los que nacieron para estar acompañados pero se empeñan en estar solos, y los que han nacido para estar acompañados y lo están. Los peores son los primeros, porque hacen daño a quienes los quieren.
El semáforo se puso verde. Sara pisó a fondo el acelerador. Conducía como un búfalo enloquecido.
—¿Y tú en qué grupo estás? —le pregunté.
—La cuestión no es en qué grupo estoy yo, sino en que todavía no sé en qué grupo encajarte a ti.
Y sonrió bajo sus gafas de sol, negras y grandes como un antifaz.
—Allí, ¡para! —le grité.
—¿Dónde?
—Aquélla. ¡Para!
—¿Quién?
—La del vestido rojo. ¡Quieres parar!
Sara aminoró; se bajó las gafas a la punta de la nariz y entrecerró los ojos.
—¿Seguro?
—Seguro.
Sara nunca confiaba en los demás. Apretó el acelerador y se puso a la vera de la mujer de rojo. La vio de perfil, sonrió, frenó y aparcó sobre la acera.
—¿De cuánto crees que está?
—Qué más da. Se le nota —le contesto.
—Sí, se le nota bien.
—Y está bien buena.
—Desde luego. A Jazz le gustará. Venga, no la pierdas.
—¿Yo o los dos?
—Ve tú primero. Suerte.
Seguí a la mujer de rojo tres manzanas. Tenía un culo y unas piernas espléndidos. Sara nos seguía en paralelo. La mujer de rojo se detuvo frente a un escaparate.
—Buenas tardes.
Se asustó y se apartó un paso de mí.
—¿Pero qué quiere?
—Mi nombre es Adler —le dije ofreciéndole la mano—. Represento a una compañía muy importante del mundo de la televisión.
—¿De la televisión? ¿Y qué quiere?
—Somos los encargados del casting; estamos buscando a una mujer embarazada, para un rodaje.
—¿Un anuncio?
—No, una película.
—¿Una película?
—Sí.
—¡Vaya, qué interesante! —y relajó el gesto.
—La verdad es que es usted perfecta para el papel. ¡Y pagan mucho!
—¿Que pagan mucho? ¿Sólo por salir así?
Aparté la mirada. Sara nos observaba estacionada en doble fila.
—Bueno, no exactamente así; ése es el truco. Se trata de una película erótica.
La mujer de rojo enfurruñó la cara como si no lo comprendiera.
—¿Erótica? ¿Quiere decir pornográfica?
—Bueno, sí, eso es. Se trata de una película pornográfica. Necesitamos a una mujer embarazada... Espere, escúcheme, por favor: esto es serio. Déjeme explicarle...
—No hay nada que explicar —me dijo. Yo corría a su lado.
—No tendrá que hacer nada, sólo estar en la escena, desnuda, nada más.
—Lárguese, ¿me oye? Déjeme en paz. ¡Guarro!
—Serán diez mil pavos.
Se giró y me miró incrédula.
—¿Diez mil pavos?
—Sí.
—¿Diez mil dólares? ¿Está usted loco?
—Somos buenos profesionales. Es un trabajo con mala prensa, pero es un negocio tan decente como otro cualquiera. En el mundo del porno, a una mujer como usted se le pagan diez mil por salir desnuda, sin hacer nada más.
—¿Diez mil pavos americanos?
—Sí.
Se quitó las gafas de sol y me miró escéptica, enfadada. Tenía unos ojos verdes centelleantes.
—Déjeme en paz. ¿Y usted quién es?
—Buenas tardes, soy Sara Rostho.
—¿Vienen juntos?
—Sí —respondí yo.
—¿No le gusta la oferta? —preguntó Sara—. Sé que es algo extraño, si no lo ha hecho nunca, pero es un montón de dinero, y no será ni por tres horas de trabajo. Quince mil por tres horas de trabajo. Bueno, de trabajo..., de no hacer nada, en realidad.
—¿Quince mil? Él dijo diez. ¿Ni en eso son ustedes serios?
—¿Le dijiste diez mil?
—Sí —dije yo.
—Son quince mil por salir desnuda, por otros trabajos le puede subir hasta los cincuenta mil.
—¿Cincuenta mil? ¿Qué son ustedes?, ¿un banco?
—¿Por qué no charlamos en el coche? —le propuso Sara—. Hace una tarde tan agradable... Se lo explicaremos bien. No tiene nada que perder; somos gente honrada.
La mujer miró de reojo el chevrolet descapotable; luego repasó concienzudamente a Sara: la gargantilla de perlas, el bolso de Versace, su reloj Bulgari. Se llevó el índice a los labios.
—Voy hacia Lexington. ¿Les pilla bien?
—Estupendo —dijo Sara—. ¡Y tenemos más de 26 dólares en el bolsillo!
—No entiendo.
—Es una broma. Una canción antigua(1). Vamos, suba. ¿Dónde has comprado esos zapatos, guapa? ¡Son divinos!
Sara condujo despacio. La mujer de rojo iba en el asiento de atrás. El viento le retiraba el pelo de la cara y entonces era aún más hermosa. Parecía relajada.
—El tercer caso —le dije a Sara—, los que no debieran estar solos y se obstinan en estarlo...
—Qué.
—Son los únicos que se hacen daño a sí mismos.
—Sí, pero tampoco hay que fiarse de ellos. De hecho pueden ser los peores. La mitad son homosexuales, y luego traen un montón de problemas. Y si no lo son, peor aún, porque muchos se pasan el día convenciéndote de que deberían estar solos ¡precisamente cuando están saliendo contigo! Son mártires. O algo peor: faquires.
—¿Cómo pagan el dinero? —preguntó la mujer de rojo—. No digo que acepte, pero, ¿cómo lo pagan?
—La mitad en metálico y la otra mitad en un cheque, al final del rodaje —dije.
—¿Y si después no me pagan?
Los dos nos volvimos a un tiempo.
—Me refiero a que si..., no sé... No sé cómo funcionan estas cosas.
—Firmamos un contrato —le dije—. En él se establecen las condiciones del trabajo y la forma de pago. Somos una empresa seria. Hacemos porno y ganamos dinero con ello. No tenemos necesidad de estafar a nadie. Los únicos estafadores son las aseguradoras.
Se reclinó pensativa en el asiento.
—Está bien, me arriesgaré —dijo Sara—: creo que perteneces al segundo grupo, al de los que deben estar solos y lo están... —yo solté una carcajada—. ¿Significa eso que he acertado? Dime que sí, me encantan: son adorables, tan tiernos y frágiles...
—Pues no, no soy de ese grupo.
—Sí, sí lo eres, pero eres tímido y te da miedo descubrirte.
—¿Cuáles son esos trabajos especiales para llegar a los cincuenta mil? —preguntó la mujer de rojo. Sara me guiñó un ojo y sonrió—. No es que acepte, de ninguna manera, pero... Tengo curiosidad.
—En realidad llegar a los cincuenta mil es bastante difícil. Usted tiene lo imprescindible para poder optar a ello. Es una mujer realmente guapa...
—Parece una modelo —intervine yo.
— ...Muy americana, sexualmente americana, ya me entiende, y eso vende mucho, tiene mucho interés en el mercado. Pero ya le digo que no es fácil llegar a cincuenta de los grandes; muchas de las cosas se utilizan para varias películas, para temáticas diferentes; en ellas no sólo se paga la importancia de estar embarazada sino de llegar a otros extremos. Pero sí es fácil ganar, digamos, otros quince mil más.
—¿Fácil?
—Sí, basta con meterse una polla en la boca, o una buena escena de lesbianismo —dice Sara.
—Ya —y volvió a reclinarse pensativa en el asiento.
Nos detuvimos en un semáforo. Un cuervo se posó sobre el poste, graznó estirando el cuello y se afiló el pico contra el metal.
—No digo que no tengas razón en esa clasificación —le dije a Sara—, lo que sí sé es que te equivocas en cuanto a mí.
—Está bien, si me equivoco, dime entonces en cuál encajas.
—No, primero dime en cuál encajas tú.
—Adivínalo.
Se abrió el semáforo. El cuervo se inclinó hacia delante y echo a volar siguiendo la avenida.
—Bueno, no es nada fácil —dije tratando de ser diplomático—. Pero yo diría que encajas en el grupo de los que necesitan estar acompañados y lo están. Pero con una variante.
—¿Ah, sí? ¿Qué variante?
—La variante de las que se cansan de estar con el mismo. La variante de las que han nacido para estar acompañadas, pero de muchos.
—¡Ja!, eso tiene gracia —exclamó la mujer de rojo.
Los dos nos volvimos y la miramos con reprobación.
—Perdón.
La mujer de rojo miró a su derecha con disimulo. Sara le pegó un volantazo.
—No entro en variantes —me dijo Sara, mirando retadoramente a la mujer de rojo por el retrovisor—. Si entramos en variantes los casos se multiplican. Lo importante es que me consideras una mujer normal. Y efectivamente, lo soy; soy una mujer normal que busca relaciones estables y normales con personas normales y estables. Está bien, ahora tú, yo ya te lo he dicho.
—No, no me lo has dicho. Lo he adivinado.
—No, has dicho un caso y yo he dicho que sí, si hubiera dicho que no, hubieras dicho otro.
—No, no lo hubiera dicho. Estaba seguro.
—Oigan, supongamos que aceptara, que..., dijera que sí, vaya, a lo de los quince mil y quizá a los quince mil más por lo de... Bueno, ya saben. ¿Podría salir con algún antifaz o algo así?
—No, no, no, de ninguna manera.
—No, no —dije yo también—. No, esas cosas no sirven. La gente no lo quiere. Se enfadan, lo consideran un engaño. No, se trata de otra cosa. ¿Cree que si lo pudiéramos hacer con antifaces elegiríamos a alguien como usted y le ofreceríamos diez mil dólares?
—Ella dijo quince mil —me replicó la mujer de rojo.
—Sí, quince mil.
—Si quiere podemos cambiar su nombre; eso no tiene importancia —dijo Sara.
—Ya. No he dicho que acepte, ¿eh? En realidad no voy a aceptar, pero, ¿cómo se llega a los cincuenta mil?
Sara me miró de reojo. Detuvo el coche en doble fila, frente al cine Wabster, y se giró para hablar con ella. No se quitó las gafas.
—Ya le he dicho que no es fácil. En primer lugar el contrato ha de ser por dos películas, por si acaso tiene éxito. Y, bueno, puede imaginarse lo que pide el público: penetraciones profundas, penetraciones anales, depés.
—¿De-pes?
—Sí, de pe —dije yo—. Dobles penetraciones.
—Ah... Ya.
—¿Sabe qué es?
—Supongo.
—Es muy duro. Son sesiones largas y duras —dije irónicamente.
—Ya —y volvió a reclinarse en el asiento. Se encendió un cigarrillo. Sara y yo nos chocamos la mano por lo bajo. Arrancó.
—He sido yo quien te ha dicho a qué grupo pertenezco —me dijo Sara—. No lo has adivinado. Te toca a ti.
Me repantigué en el asiento.
—Pues digamos, simplificando, que pertenezco al grupo de cabrones que debiendo estar solos se empeñan en estar acompañados.
—No.
—Sí.
—No, tú no eres de esos. No, no me lo creo, te estás haciendo el gallito. El tímido se pone una coraza.
—¿Es hacerse el gallito incluirse en ese grupo?
—No lo sé, pero lo que sí sé es que no eres de esos. Esos tipos no saben lo que quieren, están confundidos con la vida, y tú sí sabes lo que quieres.
—Pues entonces no estoy en ningún grupo.
—Claro que lo estás, todo el mundo lo está.
Sara tomó la salida de la autopista. Pisó el acelerador a fondo. El ocaso del sol incendiaba la piel del lago.
—Oiga, digamos que acepto. ¿Hay escenas de más de cincuenta mil pavos?
Sonreímos. Se puso a llover. Sara pulsó el botón y se cerró la capota.
(1)Probablemente se trate de la canción Waitin for the man, de The Velvet Underground. Nota del editor.