Hambrientos y Cobardes

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-Para ti todo es muy fácil porque eres inteligente. Te basta con escuchar a tu mente y soltar tus ideas ingeniosas. Pero, ¿de veras crees que es algo de lo que debas enorgullecerte? No tienes idea de lo que es el esfuerzo. No tienes ni idea porque nunca has tenido necesidad de esforzarte. La vida no es una lucha de clases. La vida es una pelea entre mentes lentas y rápidas. Una lucha desigual. Más injusta que cualquier otra. Porque tu talento, la inteligencia, ¿qué es? ¿Un mayor número de conexiones neuronales? ¿Un cerebro diez gramos más pesado? Otro tipo de herencia. Tan gratuita y azarosa como las demás. El verdadero talento, Anne, es haber nacido lento de mente y aun así defenderte. Luchar sin armas en esta guerra. No tener capacidad de retención, ni ingenio, ni gracia; la convicción, desde niña, de que hagas lo que hagas no tienes remedio, y aun así sobrevivir a esta dictadura de la inteligencia, a esta tiranía de los listos que todo lo saben, que siempre saben qué decir y qué hacer, que ven una película o leen un puto libro y se acuerdan de todo. Que ven la oportunidad, la identifican y la aprovechan… La verdadera injusticia es haber nacido en esta orilla de la vida. Eso sí es una puta injusticia: ser el cojo en la carrera de obstáculos. En realidad sois peores que los ricos, peores que los guapos, ¡al menos ellos se ven obligados a justificar sus éxitos, a ocultar sus fortunas!, pero ¡ay, los inteligentes…! Os enorgullecéis de vuestro talento como si lo hubierais ganado en la noria del esfuerzo, y no, ni de coña, guapa. Ser inteligente es tan gratuito como ser alto o tener los pies derechos. Y encima tenemos que aguantar que le restéis importancia… ¿Solidaria? Y una mierda. Lo hacéis porque la condescendencia os hace sentir mejor. Nos creéis tan tontos a los tontos que creéis que ni nos damos cuenta… Ese, ese - los ojos le brillan de ira-  ese desprecio es despreciable; el más cruel que se pueda infligir a nadie. Ojalá pronto te enfrentes a una inteligencia mayor que la tuya. Sólo entonces te darás cuenta de lo que has hecho, sólo entonces, por un instante, sentirás la violencia intelectual con la que juegas con los demás, tú que vas de enrollada y salvemos las ballenas. Sólo así sabrás qué es sentirse mediocre, insignificante, lo cotidiano en los demás-  Anne escucha mirándola fijamente, sin mover una ceja, apretando los dientes como si contuviera una explosión- . Quédate con tu cerebro cinco punto cero, Anne. Métetelo por el coño. Pienso en voz alta porque siento un inmenso rencor por la vida, porque me hubiera gustado ser más lista, ojalá hubiera tenido la suerte de aprender sin esfuerzo, tal cual que tú. Porque yo sí hubiera sabido sacarle partido, yo sí sabría disfrutar de ello, joder… Ojalá tuviera tu cerebro sin ser tú.

Fotografía: Golden Gloves, Ángel Vallecillo, 2007. 

Broma. Prejuicio. Mentira. Crítica de Alabanza, Alberto Olmos

Alberto Olmos es literario. El escritor actual más literario. El peor enfermo del mal de Montano: su vida se crea al mismo instante que sus creaciones. Barras paralelas: escribir, vivir. Sin escribir tiene miedo de ser nadie, de ser pueblo, de no follar, que es el morir. No follar, sufridlo.

Una noche de cervezas hablaba de AC/DC con un tipo. Genial. Sorprendente. Sabio. Su conclusión final (estábamos de acuerdo en todo) fue joder, es que… AC/DC son de pueblo. Yo no lo entendí. Maticé: bueno, no sé si yo definiría así a AC/DC… El tipo, inmediatamente, reconoció mi prejuicio, el resquemor, la superioridad urbanita. Oye -serio como un toro-. Que yo soy de pueblo.

Ser de pueblo: directo, acrónico, sin doblez, a saco.

Uno tiene la sensación, tras leer Alabanza, de que Alberto Olmos ha regresado al pueblo para confesarse y curar heridas. Un poco a la manera de Almodóvar en La Flor de mi Secreto: Cuando a las mujeres nos deja el marido, porque se ha muerto, o se ha ido con otra -que para el caso, es igual-, debemos volver al lugar donde nacimos. Visitar la ermita del santo; tomar el fresco con las vecinas, rezar las novenas con ellas; aunque no seas creyente. Porque si no, nos perdemos por ahí como vacas sin cencerro.

En Alabanza, Alberto Olmos parece claudicar de muchos de los axiomas literarios que ha venido defendiendo a dentelladas en la red: su desprecio a la trama, al género negro, furibundo contra los clichés, contra la frase hecha, contra la descripción minuciosa; su taparse la nariz ante lo rural, el caz, la boñiga. Está en modo redención.

Alabanza es un novelón, en medida y calidad: Alberto Olmos no ha escrito hasta ahora un mal libro. Aún. Hoy. Ocho. Ya.

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Quince páginas de Bang Bang, Wilco Wallace

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PRIMERA PARTE: DIEZ DE LOS GRANDES

1

La primera vez que vi a la rubia yacía desnuda sobre una alfombra roja, con la mejilla hundida en un charco de vómito y la cabellera desparramada como si acabaran de estallar contra el suelo una botella de champán.

Nunca me había enamorado de un cadáver.

—Yo nunca he estado aquí, Wilco.

Le miré como si acabara de saldar mi deuda. Lo malo no es deberle la vida a alguien; la verdadera desgracia es que te la salve el tipo equivocado, un tarado como Milton Avery, un muchacho que nunca debió salir de los pantanos de Josh y que, podía jurarlo, no iba a cumplir los treinta y tres años. Me acuclillé junto a la rubia y apoyé la oreja en su pecho. Estaba fría. Su corazón parecía latir unas veces sí y otras no.

—¿Quién es? -pregunté.

Milton le pegó un trago a la cerveza y la balanceó entre las pantorrillas. Los faldones de la camisa le colgaban sobre los calzones. Los calcetines bajos; las canillas pálidas. Estaba sentado en un taburete de goma, acodado en los muslos, con el pelo revuelto como si acabara de cerrar la ventanilla de un tren. Se palpó el arañazo de la mejilla.

—Una puta yonqui.

Me sequé la frente. Ni siquiera a las dos de la mañana corre aire fresco en Folsom Creek.

—Qué ha tomado.

Speedball—Milton se ladeó el pene—, o como llamen a esa mierda de cocaína con heroína.

Eso era Milton Avery: una bocaza, un hígado exhausto y una polla. Pero soy un tipo de palabra; en especial cuando se trata de demostrárselo a quienes no la tienen.

—¿Hay agua caliente? —Milton se encogió de hombros y apuró la cerveza. Equilibró cuidadosamente la botella vacía en la alfombra. Se encendió con pachorra un cigarrillo—. Levanta el culo ¾dije¾ y ve a llenar esa bañera.

Milton equilibró el cigarrillo en el canto de una mesita donde había dos fotografías enmarcadas de la rubia. Milton entró en el baño y oí correr el agua. Tras el humo del cigarrillo, una niña rubia sonreía en la playa bajo el brazo de un hombre mayor que me recordó a alguien. La segunda fotografía de la rubia estaba recortada de la portada de una revista. Milton salió del baño, recogió el cigarrillo, abrió la nevera, no encontró lo que buscaba y la volvió a cerrar. Levanté a la rubia por las axilas.

—Ayúdame.

La habitación apestaba a vómito y a vino de cuarto de dólar, pero su pecho desprendía una fragancia dulce a flor de cactus, como si se hubiera criado en el regazo del desierto, a la sombra de los sahuaros. Muerta o no, era una preciosidad. La dejamos caer en la bañera. Milton pareció tomar conciencia del problema.

—¿Está muerta?

Pasé los dedos bajo el chorro y abrí dos vueltas más el grifo del agua caliente. Milton se miró en el espejo, se restregó una barba de dos días y salió del baño sin hacer ruido. Le abrí un párpado a la rubia y me deslumbró un iris azul cielo sobre un globo rojo: un iceberg flotando en sangre de foca. Chirriaron unos neumáticos. Salí corriendo del baño y vi pasar frente a la puerta abierta la furgoneta de Milton; salí al porche: aceleró a todo gas calle abajo, se encendieron las luces de freno, dobló la curva y desapareció —Bang bang, Milton Avery—. Hasta las hienas respetan ciertas reglas. Miré a ambos lados de la calle: no había un alma entre las ringleras de casas abandonadas de Folsom Creek; cerré la puerta. Sentí el mismo alivio que si acabara de liquidar una hipoteca.

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Bang Bang, en El Norte de Castilla

Publicado el 21.3.14. Por Virginia T. Fernández.

Buena parte de 'Bang bang, Wilco Wallace' (Difácil), la séptima novela de Ángel Vallecillo (Valladolid, 1968), surge de una experiencia sórdida. 'La ciudad del diablo', el segundo bloque de este 'western' negro, como la define el autor, es Ámsterdam trasladada al desierto de Nuevo México. Vallecillo cuenta con cierto pudor cómo quiso emular a Raymond Queneau y su 'Ejercicios de estilo' (1947), un libro inclasificable en cuyas páginas el escritor francés reescribe una misma historia de 99 formas diferentes. Si algo caracteriza el talante creativo del vallisoletano afincado desde hace años en Canarias es la necesidad de experimentación formal. Hace seis años quiso escribir un libro que iba a consistir en reinterpretar un mismo texto bajo los efectos de veinticinco drogas diferentes. Quiso hacerlo «legalmente», en España, con sustancias socialmente aceptadas pero acabó en un hotel del Barrio Rojo de la ciudad de los Países Bajos al borde de la muerte.

Abandonó aquel proyecto literario pero meses después, ya recuperado, «canibalizó» la primera idea y de aquella vivencia extrema surgió una «caricatura gigantesca, no de lo que había vivido sino de lo que yo entendía que era aquel Ámsterdan, una ciudad plagada de yonquis, mercenarios y proxenetas», relata el novelista. En 'Bang bang, Wilco Wallace' el lector encontrará «un falso cadáver, una carrera de caballos, un rubia explosiva, la ciudad del Diablo y una tumba que esconde mil dólares». Un chute de género negro escrito bajo una premisa: la velocidad. Vallecillo se impuso el reto de conocer sus propios límites frente al teclado. «Quise saber hasta qué punto era capaz de imprimir velocidad a una historia. Hacer que nunca parara, hacerla muy entretenida y estar siempre pendiente de la acción», desvela el autor de 'Colapsos' (Premio Miguel Delibes 2006). Siente que la nueva criatura editorial, que presentó ayer en la librería Oletvm, es «su novela más divertida».

El autor se considera hábil creando tramas truculentas. Asegura sentirse cómodo en el género negro, sus costuras le vienen a medida. Esta querencia ha sido también el motor de la saga literaria protagonizada por el exagente secreto Adam Negroponte, que ha creado a cuatro manos con el también escritor vallisoletano y colaborador de El Norte de Castilla Vicente Álvarez, quien ayer acompañó al novelista en la presentación. Los dos primeros títulos de la serie verán la luz en 2014 en papel. No le faltan otros altares literarios que atender a Vallecillo. Hace apenas mes y medio ha publicado '9 horas para morir', una novela introspectiva que surge de un intenso monólogo interior. Y lleva cinco años puliendo un libro sobre el terrorismo de ETA en el País Vasco. Se llamará 'Akuside'.

Fotógrafo, enamorado de la naturaleza, guionista, viajero impenitente, «camaleón» de las artes, para Vallecillo el acto creativo es un todo poliédrico. Ha sido hasta negro literario. De todas las disciplinas aprende y aprehende algo, confiesa quien busca nuevas formas de expresión que incluyen colaboraciones con famosos Djs.